Día 914, domingo
Decidí darle una oportunidad a Barranco, así que bebí bastante cerveza, conocí a un par de chicas que me llegaban apenas a la cintura y entré con ellas al Sargento a golpe de tres de la mañana. La discoteca era un desastre y aquello me llenó de alegría. Las chicas liliputienses pronto se olvidaron de mí y en la cola para comprar cerveza se apareció una amiga, el pelo húmedo, fuerte olor a colonia, maquillaje en el rostro, diciéndome que estaba buscando a un chico. Dio el nombre. No la escuché bien. Me preguntó si lo conocía. ¿Quién? Fulano de tal, dijo. No, no lo conozco. ¿Debería conocerlo?, le pregunté. No, todo bien, me dijo, antes de desaparcer en aquel maretazo humano que eran los cuerpos de los chicos y las chicas en permanente éxtasis nocturno. Compré una cerveza y me dediqué a tomarla en el rincón más tranquilo y alejado del lugar. En eso aparecieron. Estaban a menos de un metro y conversaban con la chica que hacía un rato me había preguntado por alguien. Eran los chicos del colegio Alpamayo, todos altos y con buen porte, el pelo cortado a la manera escolar y el uniforme bien cuidado sobre sus cuerpos. Pasaron muy cerca de mí y uno de ellos me saludó, sonriendo ampliamente y dedicandome la mejor de sus caras. ¿Cómo va todo?, me preguntó. Huí como un gato atemorizado, dispuesto a perderse en las azoteas de la ciudad antes de seguir corriendo peligro en el Sargento.